viernes, 18 de marzo de 2022

EL CUENTO DE LOS CERDITOS


 

—Tío, cuéntame un cuento.

—Espera un poco que estoy acabando el libro.

—No puedo, quiero que me cuentes un cuento ya.

—¿No puedes esperar?

—No. Y si no me lo cuentas empezaré a berrear y no te dejaré leer.

—Vale. Termino esta frase y te lo cuento.

—Que no, ¡Ahora! ¡Ya! 

—Vale, vale, no te sulfures.

—¿Cuál me vas a contar, tío?

—Uno de unos cerditos

—¡Los tres cerditos!

—A ver si me acuerdo.

—Seguro que sí.

—Empiezo: Había una vez una piara de cerdos.

—Una qué.

—Una piara.

—¿Y eso qué es?

—Muchos cerdos

—No es así. Eran solo tres cerditos.

—Vaya. Que vivían en un piso de alquiler.

—Otra burrada. Vivían en el bosque

—Los iban a desahuciar por no pagar el alquiler

—¡Ala!, eran felices.

—Jolín, parece que no acuerdo bien.

—Eso parece

—Además, hacienda iba tras ellos.

—Otra mentira, era el lobo.

—Bueno, da igual. Así que decidieron huir de la justicia y se fueron a una isla.

—¡Que no! Querían hacerse una casita para cada uno.

—Eso. El que estaba marcado con el número cincuenta y ocho mil doscientos treinta y cinco…

—Pero ¡qué dices! Uno la hizo de paja.

—Ah. Fue al banco a pedir un préstamo porque no tenía bastante dinero para terminarla.

—¡Otra burrada! La acabó enseguida y se tumbó a dormir.

—No sabía. Bien, otro, una hembra de color sonrosadito…

—¡En el cuento no hay chicas!

—¿No? Bueno, pues un macho de quinientos cuarenta y dos kilos y medio.

—¡No hay cerditos tan gordos!

—Yo creía que sí

—Pues no, listo. Déjalo. No sabes contar cuentos. Me voy a jugar.

—Tendré que volver a leerlo porque creo que no me acurdo de nada.

—Si, mejor será. Eres muy malo contando cuentos, tío— dijo la niña saliendo de la habitación y dejando al tío terminar tranquilamente el libro

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viernes, 11 de marzo de 2022

EL HOMBRECILLO



Kevin y Charlie eran dos muchachos marginales. Les gustaba vestir como los skinhead. Siempre con el pelo rapado con cresta, botas militares con puntera reforzada. Ambos habían dejado los estudios a los dieciséis años. No les hacía falta más, aunque no consiguieron pasar de segundo de la E.S.O.

Ahora, con dieciocho y sin oficio ni beneficio, se dedicaban a sacarles a sus padres lo que podían. Y cuando no lo conseguían, daban tirones, cometían pequeños hurtos o intimidaciones. A veces no por el dinero, sino por gusto de aterrorizar a los demás. Siempre iban juntos y cuando se le cruzaba algún incauto al que no le había dado tiempo para cambiar de acera, recibía una buena cantidad de golpes.

Kevin, que en realidad se llamaba Francisco y su madre le llamaba Paquito, era el mayor por dos meses. Se hacía el jefe. No en balde, había pasado dos veces por la fiscalía de menores y estuvo encerrado casi nueve meses: eso le daba halo de hampón.

Charlie se llamaba Cristóbal. Y en casa le llamaban Cris. Odiaba su nombre y a sus padres. Fueron muy estrictos con él, hasta que un día le pego un puñetazo a su padre. No quisieron denunciarlo, pero desde entonces procuraban no enfadarlo. El día que se hizo el tatuaje con KKK, los padres no se atrevieron a preguntar. Tampoco lo hicieron cuando apareció con el número 88 en el cuello. Al llegar a la mayoría de edad dejó claro que no les iba a hacer caso y que viviría allí hasta que le diera la gana.

Aquella tarde salieron a dar una vuelta. Cerca de la casa de Charlie guardaban sus armas: un bate metálico de béisbol, dos puños americanos y una navaja de mariposa. Cuando caminaba con el bate al hombro parecían los de La Naranja Mecánica.

Iban sin rumbo fijo. Asustaron a un vendedor ambulante de cachivaches que recogió y echó a correr en cuanto los vio. Una anciana les llamó la atención; la zarandearon y se rieron de ella. Después siguieron caminando y contándose esas dos hazañas.

Cruzaron varios campos hasta llegar a una estación de metro en superficie. Ya había anochecido. Se sentaron en un banco, se fumaron un porro y se bebieron cuatro cervezas que robaron en el chino. Después de varios escupitajos, numerosos eructos y alguna que otra ventosidad, empezaron a aburrirse. 

Charlie se levantó, le quitó el bate a su compañero y le pegó a una farola tan fuerte que cayó el globo de cristal haciendo mucho ruido. Las risotadas se oyeron en todo el andén.
—Tío, casi te cae encima.
—Qué va, ya lo sabía.

Tampoco les duró demasiado el entretenimiento. Rápidamente volvían a estar ociosos Y entonces lo vieron: un hombre en la parte contraria del andén, con su traje, su sombrero y un maletín. Justo frente a ellos. No se habían dado cuenta. Se dieron codazos y sin mirarse se comunicaron.

Buscaron las escaleras, bajaron y subieron corriendo. Al momento estaba frente a él. Se sentaron cada uno a un lado. Charlie le quitó el sombrero. Kevin le sacó la corbata y se sonó la nariz. Para acabar le eructaron a la vez en la cara.
—¿Te ha gustado, imbécil?

El hombre no contestó. Miraba al frente y parecía tranquilo. Aquello todavía les envalentonaba más. Kevin se puso delante de su nariz. El hombre seguía sin mover un músculo. El muchacho no se lo pensó y le pegó un puñetazo que le hizo sangrar. Cogió unas cuantas gotas de sangre y se las extendió por la cara.
—Y ahora, ¿estás mejor?

El hombrecillo seguía sin mostrar ninguna inquietud. Kevin estaba fuera de sus casillas. Buscó la navaja, con maestría la montó y la desmontó varias veces delante de los ojos del hombre que parecía no verlo. Hizo algunas pasadas cada vez más cerca hasta que le cortó en la mejilla izquierda. Un corte profundo que comenzó a sangrar. La sangre le manchó el cuello de la camisa y continuó su camino.

Faltaba poco para que llegara un tren en sentido contrario. Apareció al otro lado un grupo de chavales que observaron lo que estaba pasando. Uno de ellos gritó y Kevin se volvió enseñándole el puño americano. Rápidamente escaparon por la salida, mientras alguien de la cuadrilla llamaba a la policía.

Kevin agarró la navaja y la blandió. Charlie estaba a su lado, esperando ver cómo le daba un estoconazo. El chaval agarró la navaja apuntando hacia arriba. Quizás intentaba pincharle en el abdomen. Cuando se dirigía a su destino, el hombre se incorporó, le agarró la mano con maestría, le golpeó en el codo y con un movimiento relámpago hizo que diera la vuelta. Se la clavó en el cuello. Kevin cayó de rodillas, agarrando la navaja. No se le ocurrió otra cosa que quitársela. Un chorro de sangre arterial salió como de un surtidor. Desde el suelo, miró a su amigo pidiéndole sin palabras que le ayudara, mientras se le escapaba la vida en cada latido.

Charlie estaba paralizado, con el bate desmayado y el puño americano en la otra mano. Se había quedado helado. Nunca pensó que alguien pudiera hacerle nada malo a su amigo. El hombre lo miraba sin decir nada, quizás esperaba que tomará una decisión. Y tomó la peor que podía: tiró el puño, agarró el bate con las dos manos, lo llevó hasta la espalda y se preparó para asestarle un golpe mortal. Mientras el bate iba describiendo el círculo, el codo de aquel enclenque personaje le impactó en la nuez. Se oyó un ruido seco, apagado. Charlie dejó de sujetar el bate, que cayó con estruendo, y se llevó las manos a la garganta. Le faltaba el aire. Empezaba a ponerse azul. Cuando por fin acabó en el suelo, el hombre se volvió a sentar tranquilamente en el banco, seguro de que aquellos dos ya no iban a molestar nunca más a nadie.

Esta fue la escena que encontró la policía cuando llegó. Lo detuvieron. Se lo llevaron a comisaría. El hombre no quiso declarar. No quiso abogados. Solo esperó. Al cabo de dos horas lo pusieron en libertad.

La policía no pudo esclarecer su identidad. No llevaba documentación y sus huellas no figuraban ni en los archivos nacionales ni en la Interpol. A la salida del juzgado, le esperaba un coche con matrícula diplomática.

Manuel Serrano Funes, España © 2022












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miércoles, 9 de marzo de 2022

MODESTO


Solo lo había sentido dos veces en mi vida. La primera en la catedral de Chartres, en Francia; la segunda, ante el David de Miguel Ángel en Florencia.  Hoy me ha ocurrido de nuevo. Veía algo que me emocionaba, que llenaba mi alma ante tanta belleza. Cuando pude salir de mi ensimismamiento abrí la puerta espejo de mi armario de baño y saqué mi navaja de afeitar.



miércoles, 2 de marzo de 2022

LA PASTORCILLA


La pastorcilla llora junto al río. Es mediodía y su llanto desconsolado le llena de color las mejillas y las lágrimas resbalan desde su hermoso busto hasta el agua, salándola un poquito.

    —¿Por qué lloras, pastorcilla? —se interesa un pichón hermoso.

    —Mi pastorcillo se machó y solita me dejó. Ahora debo de cuidar el rebaño yo solita. En mi casa nadie me esperará y nadie me dirá: te quiero, pastorcilla.

    —¿Por qué se marchó?

    —No lo dijo. Solo se marchó. ¡Y decía que me quería!

    —Te quería, pastorcilla.

    —Mentira. No me quería. Yo a él sí. Y le creí. Por él dejé mi familia y hasta aquí le seguí y ahora se ha marchado sin mí.

    —No te apures, pastorcilla, yo te cuidaré de noche y de día —. Ella lloraba junto al río que se iba tornando de plata.

Sola y triste regresa a la choza que compartía con su pastorcillo. Cuando el sol roza la cumbre, llora en soledad.

    —¿Por qué te has ido, pastor ingrato? ¿Por qué has abandonado a tu pastorcilla? ¿Acaso no sabes que llora sin parar camino de vuestra choza? —decía al viento el  pichón al viento para que se lo hiciera saber.

    La noche cubre con su negro manto el valle, el río y la chocita. El río corriendo veloz y la pastorcilla llorando. De pronto la pastorcilla deja de llorar; esconde su llanto en la noche, su pena en el río y le dice a la fresa brisa, para que se lo diga:

    —¡Tú te lo pierdes! —Y cuando dejó caer su vestido el pichón se hizo hombre.