Los tanatorios han terminado con el ritual de velar a los muertos en casa. Antes era otra cosa. Llegaban los del ocaso —nombre genérico que se daba a todas las empresas de pompas fúnebres—, preparaban al finado, subían el féretro, ponían los velones y te lo dejaban preparado. La familia se encargaba de colocar las sillas para velar al difunto. Y de espantar las moscas.
En otra habitación se reunían conocidos y familiares que alaban al muerto. Siempre era un ser inmejorable, que era una lástima que se fueran los mejores y otras mil frases hechas. Entre esa fauna que discurría por la casa se podía encontrar uno muy particular: un señor de edad incierta, vestido de negro, con bastón y que ponía cara de circunstancias. De vez en cuando exclamaba aquello de «no somos nada». Se acercaba al superviviente le daba un apretón de mano o dos besos —según su sexo— y después de permanecer unos minutos en posición de rezo, se dirigía a la cocina a por el refrigerio. Lo encontré en varios velatorios de conocidos. Nadie sabía quién era y tampoco se lo preguntaron. Era una figura más. Lo que me dijeron es que, con la llegada de los tanatorios, el pobre hombre murió de pena… y de hambre.