domingo, 13 de noviembre de 2016

LOS BISBITAS. Publicada.



LOS BISBITAS.
Había una vez un árbol en el que que vivían muchos pájaros. Un día se encontraron dos jóvenes bisbitas: Pía y Pío. Se gustaron y se fueron a vivir juntos.
Pía quería volar libre, recorrer los bosques cercanos, llegar hasta la capital, ver el mar… Pero Pío tenía otras ideas: quería estar tranquilo, quería que Pía estuviera en el nido esperándolo: él saldría  buscar la comida y llevaría todo lo que necesitara. Pía quería aprender a hacer punto, estudiar fotografías, planear sobre las nubes… Pío fue quitándole las ideas: ella tenía que estar en su nido.
Pero Pío no era malo. Cada vez que salía a cazar o a traer fruta, le llevaba un regalito: una piedrecita con forma de corazón, una hoja verde que brillaba como las esmeraldas, una cuenta de pulsera que habría perdido una niña, incluso una pequeña muñeca. Pía iba guardando las cosas en el nido. Era difícil vivir en aquel caos y cuando ya no pudo más, Pía se asomó al borde de su nido y salió volando. Volaba libre en el cielo  y comenzó a alejarse, a alejarse y nunca más volvió.
Pío llegó aquella tarde con otro precioso regalo. La llamó y no la encontró. Se enfadó mucho. Voló a buscarla. Esperó que regresara pero no regresó.
Todavía no sabe por qué se fue.

viernes, 11 de noviembre de 2016

Iguales. Relato Ganador. ASOCIACION ESPAÑOLA DE ARTISTAS Y ESCRITORES y THE ART FACTORY INC. 2016

IGUALES
Aquel día iba a ser diferente. Seguro. Había quedado por chat con una chica. Según las fotos, era una monada. No es que él estuviera mal pero el tema de relaciones personales lo llevaban de cráneo.
            Estudió ingeniería electrónica y trabajaba desde casa en el diseño y mejora de grandes proyectos para las agencias espaciales del mundo. Era reconocido como un gran técnico. Aunque había recibido varios reconocimientos, no acudió a recogerlos.
            Después de la universidad, y tras encontrar trabajo, se escondió en casa de sus padres. Montó su laboratorio y creció como profesional. Ahora, a los treinta y cuatro años tenía el prestigio que cualquier ser humano hubiera deseado pero no podía disfrutar de él.
            Desde los cuatro años arrastraba una tartamudez severa, muy severa, que en principio decían que era benigna y que fue agravándose con la edad. Acudió a terapias con psicólogos e incluso curanderos. De aquellas malas experiencias le quedó el regusto amargo de las épocas en las que fluía casi con normalidad, de las pocas en que creía que se había curado y después aparecían las recaídas que le mermaban más la moral.
            Recordaba especialmente aquel día que conoció, por medio del grupo de apoyo, que en la provincia de Toledo había una curandera que: “te lo quita, seguro”, le dijeron. Y se fue con sus padres. Llegaron a casa de la señora y trató de explicar su evidente problema. Aquella mujer le impuso las manos y le dio a beber un brebaje amargo como la retama. Salió igual que entró pero al cabo de un rato comenzó a notar que ya no tartamuedaba. ¡Era normal! Como cualquier otro ser humano. No le daba miedo hablar porque ya no había defecto alguno. Pasaron todo el fin de semana por allí y el domingo regresaban a su ciudad cuando, nada más pasar la indicación de Comunitat Valenciana, le volvieron los problemas de manera más violenta que antes. Ya sabía que nunca, nunca, nunca podría librase de su defecto, por más que hiciera o lo intentara.
            Pero aquel día iba a ser diferente, estaba seguro, confiado. Había puesto todo su empeño para que así fuera. Tenía una estrategia, quizá la última, que vio en un cortometraje “Stutterer", de Cleary, ganador del Óscar de la categoría en el que se trataba su problema y quizá su solución: si tenía dificultades para comunicarse, se haría el mudo y así no tendría que hablar con nadie. Ya la había hecho servir en varias ocasiones para ir de compras. Aprendió signos sencillos y vio cómo la gente se apiadaba de su mudez. Cosa que no hacían cuando no podía fluir con normalidad. Esa sería su estrategia: mudo una vez más. Sabía que no tenía problemas cuando no salía la voz de su garganta aunque moviera lo labios. Así pues intentaría completar su discurso signando los pensamientos y vocalizándolos sin voz. No podía consentir que su cita se asustara a la primera de cambio, en cuanto abriera el “buzón” —como él decía— y quedara evidente que era tartamudo hasta el hartazgo.
            Media hora antes de la hora convenida, con los nervios a flor de piel y con más miedo que otra cosa, se apostó en el lugar de reunión. Repasó mentalmente todos los signos que quería hacer. Se los sabía todos y cada uno. Los había ensayado una y mil veces. La vio acercarse por la acera de enfrente. Era hermosa, pequeñita y de piel clara. Melena negra rizada y unos ojos preciosos. Quedó prendado. Era más hermosa en persona que en las fotos que se habían pasado.
            Signó su nombre. ¡Ella le respondió de igual manera! Increíble. No le había dicho que fuera muda. Vaya sorpresa. Se dieron dos besos y siguieron hablando con las manos y los ojos hasta que quedó claro que se le había terminado el repertorio de signos. Se quedó parado. La miró de frente y sólo fue capaz de articular:
            —Soy tartamudo. —Todos los músculos de su cara se contraían por el esfuerzo. Se llenó de vergüenza y agachó la cabeza esperando y rogando que cuando la levantara no estuviera allí aquella monada a la que había intentado engañar.
            —Yo también —le contestó ella no con menos esfuerzo.
            Se miraron de frente. Los ojos de ambos estaban anegados por las lágrimas y les temblaba la barbilla al unísono.

            Se tomaron de la mano y se alejaron mientras hablaban de sus problemas como sólo lo hacen las parejas de siempre.