domingo, 24 de diciembre de 2017

Reflexiones para una mañana de Nochebuena.

Hace poco que me dedico a escribir. Mi mujer dice que estoy enganchado a la escritura. Será verdad. Nunca hay que dudar de lo que te dice la persona con la que estás compartiendo tu vida más de treinta y cinco años. Mi vocación tardía por la escritura nació de mi vocación tardía por la lectura. Puedo decir que, excepto los libros mandados en la carrera, había leído muy poco o ninguno.
Después vino mi matrimonio con una devoradora de libros que me inculcó el amor por la lectura. Desde entonces tengo ese sano hábito. Prefiero autores en lengua castellana. Manías que no curan los médicos. No es que deje a los traducidos pero me da no sé qué leer algo que otro ha interpretado. Es decir, el traductor no puede —en muchos casos— dar la visión con que el autor ha plasmado su idea. O al menos, eso creo.
Otra cosa que me molesta mucho es encontrar errores tipográficos, sintácticos o de otra índole en los escritos. También me dicen que más que leer, investigo entre las letras. Cierto, investigo y si algo no me gusta, soy capaz de dejar el libro. Me ocurrió con “El viejo y el mar”. Era una edición de bolsillo y después de tres páginas y un montón de errores, lo dejé. Confirmó mis sospechas de que no era bueno leer traducciones. También tengo que decir que volví a leerlo en otra edición y creo que ha marcado mi forma de escribir.
Prefiero los libros en lengua española, entre otras cosas porque me es más fácil. Ni inglés e igual que el español de los ingleses que vienen a veranear: 0. Mi francés no da para leer con comprensión. Soy capaz de leer en valenciano o catalán, pero me cansa. También puedo leer en portugués pero muy despacio. Al final, me quedo con el español con sus diversas acepciones.
He leído TODO (novelas y cuentos) de Vargas Llosa. Soy un fan de este peruano/español desde “La casa verde” y“La tía Julia y el escribidor”. Me gusta más sus escritos de primeros años que los comerciales. Cuando le dieron el Premio Nobel, mi hijo me llamó y me dijo. “Papá, os han dado el Nobel”. Me chiflan las aventuras que cuenta y cómo las cuenta. El discurso que pronunció cuando recogió el Premio Nobel vale la pena leerlo.
Otro de mis autores es García Márquez. Creo que también he leído gran parte de su obra. Me gustan muchísimo sus cuentos. Me parecen una delicia.
Isabel Allende. Sin más. Maravillosa.
Las biografías escritas por el autor: “Confieso que he vivido”, de Neruda, “Vivir para contarla”, de García Márquez que compré en Buenos Aires. “El pez en el agua”, de Vargas Llosa. En todas encuentras claves para la lectura de las obra, los puntos que ellos mismos marcan como importantes en sus novelas o poemas.
De los españoles: Zafón, Falconés, “La Catedral del Mar” es una delicia. Un libro que me marcó fue “La lluvia amarilla” de Llamazares y “Riña de gatos”, de Mendoza.
De las españolas: Asensi, Redondo, aunque tengo que decir que me gusto la primera de la trilogía del Baztan y la segunda la dejé porque no podía más.
Entre los extranjeros no hispanos quiero empezar por mi maestro Murakami, japonés. Si no lo has leído, ya puedes empezar. Tiene un mundo onírico digno de tener en cuenta y una manera de narrar que me embelesó. Sus relatos cortos o cuentos son preciosos. Cuando empezaba a leer me dio por tipos de literatura: de terror y médica. El maestro del terror, King fue de los primeros, también he leído gran parte de sus mamotretos. Incluso su manual de escritura que recomiendo más abajo. Cook es una delicia, si te gusta el género. Follet y sus ladrillos donde los personajes principales viven miles de páginas.
Fafka y Camús, son fantásticos.
Charles Bukowsk y su realismo sucio que descubrí gracias mi hijo pequeño y que me abrió nuevos cauces, aunque no acaba de gustarme demasiado la escritura tan dura en términos de plasticidad.
También he leído bodrios (a mi corto entender): Brown, infumable, más un guion de cine que una novela. Larsson y sus cuatro novelas, las dos primeras pasables y el resto, para alimentar el fuego.
Ya me cansa el tema de la novela histórica. Cuando se toma una línea, todo el mundo escribe lo mismo, y me aburre. Sobre todo cuando la idea que subyace es dar clases de historia. O demostrar la erudición del autor.
Un género nuevo para mí es la poesía. Soy maestro de primaria desde el setenta y nueve y hemos estudiado poesía con mis alumnos de sexto, séptimo y octavo de la EGB. Hemos aprendido poemas de memoria y los hemos recitado. No he sido lector de poesía. Siempre me ha parecido muy encorsetada en cánones hasta que descubrí, por casualidad, el verso libre. Es decir, las composiciones sin métrica definida ni rima concreta. Un batiburrillo donde casi todo vale, o al menos eso creía yo. Y me lancé a ella. Ahora ocupa gran parte de mi tiempo y tengo varios cientos de poemas de diversa extensión. Todos de verso libre.
También de casualidad me topé con el Haiku, otra vez lo japonés, me gustó y allí voy y allí vuelvo con esa maravilla de cinco, siete y cinco sílabas. Me parece la concisión total de un pensamiento, un relámpago.
No he dicho, todavía, que escribo relatos cortos. Por ahora no me he atrevido a más. Aunque tengo una novela en ciernes. No creía yo que escribir era tan difícil. Al principio me lo tomé como un simple ejercicio de vaciado de mi imaginación. Lo escribía, lo miraba, lo leía, lo releía y me parecía magnífico, una obra salida de mi cabeza y plasmada en un papel blanco. Una maravilla… hasta que se lo daba a leer a mi hijo mayor, periodista y escritor de gran talento que no se atreve a escribir porque es un perfeccionista, y me lo devolvía con un “no está mal, pero…” la retahíla era tan larga que me dejaba por los suelos. Es un crítico implacable con gran sentido estético y conocimiento de las técnicas de escritura. Con dotes de corrector de estilo. Y acababa por decirme: “Toma, léete esto”, manuales para escribir.
Me he “tragado”, dos veces, de arriba a bajo: Escribir ficción (Guías del escritor/Textos de referencia) de Gotham Writers' Workshop
‘Mientras Escribo’, Stephen King y su caja de herramientas y su habitación para escribir.
"Manual de escritura creativa y premios literarios", del valenciano Vicente Marco y con el cual tuve el placer de que recibir un curso.
Aunque tengo que decir que uno de los que más me impactó fuer “El héroe de las mil caras”, de Campbell.
Y un montón más de referencias en internet.
Otra piedra de toque es mi hijo pequeño, politólogo y devorador de libros. Pocas veces me dice nada de lo que le envío, pero cuando lo hace me deja destrozado. Es más duro que yo cuando le corregía los deberes o le preguntaba la lección. Temible y con un ojo crítico muy fino.

Desde que leí sobre escritura, he tenido la sensación de que sigo sin tener ni idea de cómo hacerlo. Lo único que me queda claro es que tengo que seguir leyendo y escribiendo. Y en eso estoy.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

LA MOCHILA NEGRA

LA MOCHILA NEGRA


I

Hoy se levantó temprano y llegó al metro con tiempo. Acababa de pasar y el andén estaba vacío. En frente, decenas de rostros impersonales leían los periódicos gratuitos, jugueteaban con el móvil o iban conectados a la música a través de enormes cascos de colores chillones. Nadie miraba a nadie.
No tardó en aparecer el convoy. Tres unidades. Un momento de ruido. Una parada. Cuatro pitidos y partió a su siguiente punto de destino. El paisaje había cambiado; los seres inertes eran andantes que se dirigían con prisa hacia la salida. Unos se aborregaban en la escalera mecánica, otros preferían subir andando. Al poco se serenó el paisaje y volvió a llenarse de impersonalidades con vida.
Una oleada de gente invadió su andén, anunciando la llegada del tren pronto. Casi todos se quedaron cerca del lugar por el que accedieron. De nuevo el mismo escenario. Parecía un espejo de situaciones. Nadie miraba a nadie.
Asomó la luz por la boca del túnel y Ezequiel Sanz se levantó. Se colocó en la zona destinada a dejar salir antes de entrar. En más de una ocasión había hecho retroceder al que pretendía entrar antes de dejarle salir. Su enorme envergadura le permitía estas o otras prerrogativas Odiaba esas situaciones y las manejaba con puño de hierro.
El coche vomitó su contenido que, cual residuos y desperdicios, se fueron por el sumidero a la calle. Agradeció aquel despeje. Una señora leía un libro en papel, eso sí, con la tapa forrada para que nadie supiera si era Platón o Cincuenta sombras; un señor dormitaba quizá después de una mala noche o para espantar las preocupaciones.
Se sentó alejado de los demás o los demás estaban alejados de él. Eran una decena de islas en un océano de treinta metros cuadrados. Se acomodó y miró en derredor. Pasados tres minutos apareció otra estación. Varias personas entraron y fueron ocupando los asientos vacíos procurando no entrar en contacto con nadie. Cuando alguien no podía evitarlo, se quedaba de pie. Ezequiel Sanz observaba, se maravillaba de la estupidez humana y a la vez la odiaba: nos hemos convertido en seres autistas y estúpidos, pensó mientras subía la mochila negra a sus piernas.
Otra cosa interesante era la vestimenta. En Valencia, en mayo hace calor, a veces mucho calor pero las mañanas son “frescas” —trece, quince grados—. Las mujeres se enfrentan a verdaderos dilemas para acertar con la vestimenta.
No hace tiempo de tirantes — oyó que le dijo una a la otra.
Y tampoco para llevar un plumas. Vas a sudar como una cerda —le contestó y ambas rieron haciendo llegar su alboroto a Ezequiel Sanz.
El desfile de moda era entretenido y las variantes, casi infinitas. Desde una “Rebequita” hasta el plumas de la amiga; desde la falda más o menos larga al pantalón de pana. En el caso de los hombre era más sencillo; chaqueta sí o chaqueta no. Y cómo no, los viejos abrigados. Viejos que no se podían sacar el frío porque les entró en su otra vida y nunca consiguieron sacárselo de viejos huesos.
Nadie miraba a nadie. Ni al de al lado, ni al de enfrente. Ni al que entraba, ni al que salía. Si acaso alguna mirada furtiva al periódico del compañero, a algún escote o a alguna falda corta o a aquel que tomaba notas en una libretita negra con un lápiz escolar, encima de su mochila negra, que se deslizaba sobre hojas color crema y hacían un ruido muy característico, ya casi olvidado por muchos, nervioso y rápido hasta que se detenía e iba a va la boca de su dueño. Después regresaba y cogía hasta el final del siguiente pensamiento.
En la parada del Hospital desaparece el silencio. Ya está aquí el rebaño de negratas, vendedores de todo y trabajadores de nada, que van dando voces con su hiriente y discordante idioma. Ríen como solo ríen los negros: enseñando sus blancos dientes. Nos avisan que hasta hace poco eran antropófagos. Odio su color, su olor e incluso su presencia. Ahora subirán más en la siguiente estación y se unirán a ese grupo, comportándose como las bestias que son, negratas de mierda, Ezequiel Sanz revolvía estas ideas amasadas y endurecidas por el tiempo.
El convoy salió a la superficie hiriéndole con la luz cegadora del día. Su parada era la próxima: Sant Isidre. No buscó la puerta más cercana, se encaminó a la que estaba al lado de los negros que al verlo llegar apartaron sus bultos con el pie y siguieron hablando a voces. Ezequiel Sanz pasó por su lado.
Putos negros de mierda – le dijo en voz baja a uno de ellos al pasar—. Ya os
queda poco.
El receptor del mensaje se quedó espantado al oír a aquel energúmeno. Ezequiel Sanz ya se había apeado cuando el del mensaje se lo dijo a sus compañeros y estos lo buscaron fuera para verlo cuando el tren ya se alejaba en dirección contraria a la de aquel hombre.

II

Ezequiel Sanz esperaba el metro para regresar a casa. El sol le daba en la nuca y proyectaba su sombra sobre la libreta negra de hojas color crema. Otra vez el color negro. Qué hago yo escribiendo en esta libreta de su color y para quién y por qué. Y siempre ese color, se enfadó consigo mismo.
El andén del apeadero estaba casi vacío. Buscó el lugar más alejado de los demás o quizá ellos se habían alejado de él. Se oía el canto de los gorriones y el lejano transcurrir del tráfico. A su espalda, un jardinero atusaba el pequeño jardín con flores y columpios que se recortaba sobre la pared de la ciudad que nunca despierta: el camposanto.
Una mariposa blanca revoloteó delante de él. En un tiempo lo había considerado un signo de buena suerte, de una sorpresa. Era una reminiscencia de su niñez, de cuando todavía creía en la magia de las cosas y en los presagios. Ahora ya lo sabía: esos hermosos seres provenían de unas asquerosas orugas convertidas en lepidópteros que revoloteaban para comer, fornicar y poner huevos que volverían a ser orugas asquerosas. Y solo en primavera y verano, pensaba mientras espantaba a manotazos alguna que osaba acercarse.
Llegó el metro y montó. Buscó de nuevo el sitio más alejado. Nadie le miró al pasar. Un número desconocido de rostros aceitunados miraban sus cosas o a la nada. A estas horas no hay negratas de mierda, sí algún sudacón muerto de hambre y algunos ruidosos chavales que vienen del colegio de curas que hay unas paradas antes. Todos con su camisa blanca, su corbatita, pantalones y su jersey azulito, como maricones que son. ¿Qué harán estos gilipollas sin chicas en clase, se mirarán unos a los otros?, este pensamiento era recurrente cuando los veía en el tren. También hay moracos malolientes. Moros, no hay que decir más, o moras, momias tapadas dejando los ojos a la vista para que no tropiecen. Por qué no se quedarán en su pueblo matando legionarios, como hicieron sus padres. A estos no les tengo manía: solo me dan asco y ganas de vomitar, pensaba mientras les escupía con la mirada.
Revisó a los viajeros una horda de salvajes y animales: sudacones, moracos y algún que otro negrata. En total no son más de quince y además en dos vagones. No vale la pena. Necesito más, muchos más, se rió entre dientes Ezequiel Sanz.
I           ba escribiendo sobre su mochila. En ella llevaba todo lo que necesitaba: sus conocimientos y su plan. Todo escrito en una libretita pero de color rojo. Todo detallado. Dónde, cómo y solo falta el cuándo. No tardaría mucho, cuatro flecos y ya estaría a punto.
Cerró la libreta roja al notar la presencia de la revisora. Estaba pidiendo el billete a un viajero que leía la prensa el gilipollas ese del asqueroso negro no se entera, pensó de manera automática antes de actuar.
Eh tú, mono. Dale el billete a la señora— le espetó voz en cuello.
Calma señor, iba distraído, no me había visto —intervino la revisora.
Seguro que no entiende ni nuestro idioma. ¿Por qué no se irán a su mierda de país?
El viajero, ajeno a la discusión, levantó la vista y empezó a signar: era sordo. Con voz átona y ritmo discorde se disculpó en un castellano perfecto.
Perdón, señora, no oigo— dijo llevándose el dedo a la oreja — No tengo pila en audífono.
Cuando la revisora llegó a Ezequiel Sanz le dijo en voz baja:
Tenga cuidado con ese tipo de comentarios, señor.
Sí. Ya lo sé. Le pido perdón. Ha sido un arrebato.
Había perdido la contención por un momento. Había quedado en evidencia y al descubierto. La gente le miraba con asco, con aquella mirada que él tan bien conocía. Incluso alguno se atrevió a señalarlo mientras contaba lo ocurrido al extraño de al lado. Pero no le importó. La suerte estaba echada. Este pequeño altercado solo había precipitado el clímax. Debería darse prisa y no fallar.

III

Ezequiel Sanz llegó a casa y puso en marcha el ordenador. Rescató de “Favoritos” de su buscador la página que tenía archivada. Imprimió la información y repasó los ingredientes para cocinar su festín.
Todo estaba Ok. Solo le faltaba el móvil. Tendría que hacerse con uno. Podría haber recurrido al mercado negro pero ya no había tiempo.
Rebuscó por los cajones y encontró su viejo móvil. Necesitaba una tarjeta de pre-pago. Dio sus datos. No le importaba.
A media tarde ya estaba todo listo para el día siguiente, treinta de mayo del dos mil doce. Ese día se celebraba una fiesta importante en un pueblo a tres paradas de donde él se apeaba. Pillaré un montón de monos que irán a timar y robar a los tontos del pueblo, se regodeó Ezequiel Sanz.
Bajó corriendo al andén en el momento justo que se iba el metro. Le fastidió pero no había más remedio que esperar el siguiente. Su andén estaba vacío y en el de enfrente, decenas de rostros impersonales leían los periódicos gratuitos, jugueteaban con el móvil o iban conectados a la música a través de enormes cascos de colores chillones. Nadie miraba a nadie.
Por fin asomó la luz por el túnel y Ezequiel Sanz entró en la primera unidad, como siempre. Al ser más tarde, cerca de la nueve de la mañana, el coche iba más lleno. No se sentó y colocó su mochila negra entre los pies.
Barrió el metro con la vista. Su altura le permitía ver por encima de muchas de las cabezas. Cuatro moras con sus alimañas. Tres chinos con sus hijos mongólicos, con ojos entre cerrados que parecen ocultar algo. Y un montón de sudaconas de mierda, de culo gordo. Seguro que van a pedir alguna subvención o al hospital a jodernos el presupuesto a los españoles. Extranjeros de mierda. Escoria en su país y señores aquí, atravesó su mente a la velocidad de una centella mientras miraba esa amalgama de seres humanos.
En la siguiente parada se despejó medio vagón y entraron muy pocos, menos mal, todos nacionales, se dijo. Llegaron a la aparada de Jesús y entraron en coche más de veinte negratas. Bien. Con un poco de suerte en la parada del Hospital entran otros tantos monos y ya estará la jaula llena. Estaba pletórico.
Hoy sería el día. Lo llevaba todo en la mochila negra. Se levantó y se sentó al lado de los negros, cerca de la puerta. Intentando controlar las arcadas por su cercanía y aquel hedor, que solo él percibía. Se anunció la siguiente parada; Sant Isidre, su parada, pero vio el andén muchos negros que subirían. Ya iba poner en marcha su plan pero Ezequiel Sanz abortó su primera idea y se arriesgó. Esperaría un poco más. Igual le daba. Paró el tren, subieron los de la blanca dentadura y se unieron al bullicioso grupo que oscurecía el día.
Hablan a grito. Ríen sin consideración. Vuelven a enseñar sus armas de hiena preparados mientras se limpian con esos mugrientos y mierdosos palos sacados de no se sabe dónde. Su ánimo llegó al súmmum.
Abrió su mochila negra, puso el mecanismo en marcha y la cerró. Del suelo recogió un periódico gratuito seguro que lo han tirado estos guarros. En vez de echarlo a la papelera, al suelo. Como en su pueblo. No les importan los demás, se dijo mientras lo recogía y envolvía la mochila en él. La metió debajo del asiento y la tapó con otra página. Se anunció la siguiente parada: València Sud. Y se apeó.

IV

Ya en el andén llamó por teléfono al instituto de secundaria donde era profesor de filosofía. Avisó que se retrasaría un poco, que aguantaran a la gente para la conferencia.
No te preocupes, Ezequiel, avisaré al Jefe de Estudios para que coordine la espera. Gracias por llamar.
A vosotros. No tardo nada —dijo mientras cruzaba el andén y accedía al de dirección Valencia. Al minuto llegó el metro. Se subió en un vagón, no vio cuál. Estaba feliz y contento.
Cuando anunciaron su estación, sacó el teléfono móvil del bolsillo y buscó el número guardado como marcación rápida. Una explosión salvaje rompió el silencio e hizo temblar el suelo. El convoy abrió las puertas y todos bajaron a ver qué pasaba el tráfico se había interrumpido de forma automática.
Con paso decidido y el convencimiento de la misión cumplida, se alejó hacia el instituto, dejando el cementerio a su espalda.

El título de la conferencia era el mismo que dio el cum laude a su doctorado en marzo de este mismo año: “Aportaciones de la inmigración en España durante la última década: la multiculturalidad y la interculturalidad. Beneficios netos”.

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