miércoles, 13 de diciembre de 2017

LA MOCHILA NEGRA

LA MOCHILA NEGRA


I

Hoy se levantó temprano y llegó al metro con tiempo. Acababa de pasar y el andén estaba vacío. En frente, decenas de rostros impersonales leían los periódicos gratuitos, jugueteaban con el móvil o iban conectados a la música a través de enormes cascos de colores chillones. Nadie miraba a nadie.
No tardó en aparecer el convoy. Tres unidades. Un momento de ruido. Una parada. Cuatro pitidos y partió a su siguiente punto de destino. El paisaje había cambiado; los seres inertes eran andantes que se dirigían con prisa hacia la salida. Unos se aborregaban en la escalera mecánica, otros preferían subir andando. Al poco se serenó el paisaje y volvió a llenarse de impersonalidades con vida.
Una oleada de gente invadió su andén, anunciando la llegada del tren pronto. Casi todos se quedaron cerca del lugar por el que accedieron. De nuevo el mismo escenario. Parecía un espejo de situaciones. Nadie miraba a nadie.
Asomó la luz por la boca del túnel y Ezequiel Sanz se levantó. Se colocó en la zona destinada a dejar salir antes de entrar. En más de una ocasión había hecho retroceder al que pretendía entrar antes de dejarle salir. Su enorme envergadura le permitía estas o otras prerrogativas Odiaba esas situaciones y las manejaba con puño de hierro.
El coche vomitó su contenido que, cual residuos y desperdicios, se fueron por el sumidero a la calle. Agradeció aquel despeje. Una señora leía un libro en papel, eso sí, con la tapa forrada para que nadie supiera si era Platón o Cincuenta sombras; un señor dormitaba quizá después de una mala noche o para espantar las preocupaciones.
Se sentó alejado de los demás o los demás estaban alejados de él. Eran una decena de islas en un océano de treinta metros cuadrados. Se acomodó y miró en derredor. Pasados tres minutos apareció otra estación. Varias personas entraron y fueron ocupando los asientos vacíos procurando no entrar en contacto con nadie. Cuando alguien no podía evitarlo, se quedaba de pie. Ezequiel Sanz observaba, se maravillaba de la estupidez humana y a la vez la odiaba: nos hemos convertido en seres autistas y estúpidos, pensó mientras subía la mochila negra a sus piernas.
Otra cosa interesante era la vestimenta. En Valencia, en mayo hace calor, a veces mucho calor pero las mañanas son “frescas” —trece, quince grados—. Las mujeres se enfrentan a verdaderos dilemas para acertar con la vestimenta.
No hace tiempo de tirantes — oyó que le dijo una a la otra.
Y tampoco para llevar un plumas. Vas a sudar como una cerda —le contestó y ambas rieron haciendo llegar su alboroto a Ezequiel Sanz.
El desfile de moda era entretenido y las variantes, casi infinitas. Desde una “Rebequita” hasta el plumas de la amiga; desde la falda más o menos larga al pantalón de pana. En el caso de los hombre era más sencillo; chaqueta sí o chaqueta no. Y cómo no, los viejos abrigados. Viejos que no se podían sacar el frío porque les entró en su otra vida y nunca consiguieron sacárselo de viejos huesos.
Nadie miraba a nadie. Ni al de al lado, ni al de enfrente. Ni al que entraba, ni al que salía. Si acaso alguna mirada furtiva al periódico del compañero, a algún escote o a alguna falda corta o a aquel que tomaba notas en una libretita negra con un lápiz escolar, encima de su mochila negra, que se deslizaba sobre hojas color crema y hacían un ruido muy característico, ya casi olvidado por muchos, nervioso y rápido hasta que se detenía e iba a va la boca de su dueño. Después regresaba y cogía hasta el final del siguiente pensamiento.
En la parada del Hospital desaparece el silencio. Ya está aquí el rebaño de negratas, vendedores de todo y trabajadores de nada, que van dando voces con su hiriente y discordante idioma. Ríen como solo ríen los negros: enseñando sus blancos dientes. Nos avisan que hasta hace poco eran antropófagos. Odio su color, su olor e incluso su presencia. Ahora subirán más en la siguiente estación y se unirán a ese grupo, comportándose como las bestias que son, negratas de mierda, Ezequiel Sanz revolvía estas ideas amasadas y endurecidas por el tiempo.
El convoy salió a la superficie hiriéndole con la luz cegadora del día. Su parada era la próxima: Sant Isidre. No buscó la puerta más cercana, se encaminó a la que estaba al lado de los negros que al verlo llegar apartaron sus bultos con el pie y siguieron hablando a voces. Ezequiel Sanz pasó por su lado.
Putos negros de mierda – le dijo en voz baja a uno de ellos al pasar—. Ya os
queda poco.
El receptor del mensaje se quedó espantado al oír a aquel energúmeno. Ezequiel Sanz ya se había apeado cuando el del mensaje se lo dijo a sus compañeros y estos lo buscaron fuera para verlo cuando el tren ya se alejaba en dirección contraria a la de aquel hombre.

II

Ezequiel Sanz esperaba el metro para regresar a casa. El sol le daba en la nuca y proyectaba su sombra sobre la libreta negra de hojas color crema. Otra vez el color negro. Qué hago yo escribiendo en esta libreta de su color y para quién y por qué. Y siempre ese color, se enfadó consigo mismo.
El andén del apeadero estaba casi vacío. Buscó el lugar más alejado de los demás o quizá ellos se habían alejado de él. Se oía el canto de los gorriones y el lejano transcurrir del tráfico. A su espalda, un jardinero atusaba el pequeño jardín con flores y columpios que se recortaba sobre la pared de la ciudad que nunca despierta: el camposanto.
Una mariposa blanca revoloteó delante de él. En un tiempo lo había considerado un signo de buena suerte, de una sorpresa. Era una reminiscencia de su niñez, de cuando todavía creía en la magia de las cosas y en los presagios. Ahora ya lo sabía: esos hermosos seres provenían de unas asquerosas orugas convertidas en lepidópteros que revoloteaban para comer, fornicar y poner huevos que volverían a ser orugas asquerosas. Y solo en primavera y verano, pensaba mientras espantaba a manotazos alguna que osaba acercarse.
Llegó el metro y montó. Buscó de nuevo el sitio más alejado. Nadie le miró al pasar. Un número desconocido de rostros aceitunados miraban sus cosas o a la nada. A estas horas no hay negratas de mierda, sí algún sudacón muerto de hambre y algunos ruidosos chavales que vienen del colegio de curas que hay unas paradas antes. Todos con su camisa blanca, su corbatita, pantalones y su jersey azulito, como maricones que son. ¿Qué harán estos gilipollas sin chicas en clase, se mirarán unos a los otros?, este pensamiento era recurrente cuando los veía en el tren. También hay moracos malolientes. Moros, no hay que decir más, o moras, momias tapadas dejando los ojos a la vista para que no tropiecen. Por qué no se quedarán en su pueblo matando legionarios, como hicieron sus padres. A estos no les tengo manía: solo me dan asco y ganas de vomitar, pensaba mientras les escupía con la mirada.
Revisó a los viajeros una horda de salvajes y animales: sudacones, moracos y algún que otro negrata. En total no son más de quince y además en dos vagones. No vale la pena. Necesito más, muchos más, se rió entre dientes Ezequiel Sanz.
I           ba escribiendo sobre su mochila. En ella llevaba todo lo que necesitaba: sus conocimientos y su plan. Todo escrito en una libretita pero de color rojo. Todo detallado. Dónde, cómo y solo falta el cuándo. No tardaría mucho, cuatro flecos y ya estaría a punto.
Cerró la libreta roja al notar la presencia de la revisora. Estaba pidiendo el billete a un viajero que leía la prensa el gilipollas ese del asqueroso negro no se entera, pensó de manera automática antes de actuar.
Eh tú, mono. Dale el billete a la señora— le espetó voz en cuello.
Calma señor, iba distraído, no me había visto —intervino la revisora.
Seguro que no entiende ni nuestro idioma. ¿Por qué no se irán a su mierda de país?
El viajero, ajeno a la discusión, levantó la vista y empezó a signar: era sordo. Con voz átona y ritmo discorde se disculpó en un castellano perfecto.
Perdón, señora, no oigo— dijo llevándose el dedo a la oreja — No tengo pila en audífono.
Cuando la revisora llegó a Ezequiel Sanz le dijo en voz baja:
Tenga cuidado con ese tipo de comentarios, señor.
Sí. Ya lo sé. Le pido perdón. Ha sido un arrebato.
Había perdido la contención por un momento. Había quedado en evidencia y al descubierto. La gente le miraba con asco, con aquella mirada que él tan bien conocía. Incluso alguno se atrevió a señalarlo mientras contaba lo ocurrido al extraño de al lado. Pero no le importó. La suerte estaba echada. Este pequeño altercado solo había precipitado el clímax. Debería darse prisa y no fallar.

III

Ezequiel Sanz llegó a casa y puso en marcha el ordenador. Rescató de “Favoritos” de su buscador la página que tenía archivada. Imprimió la información y repasó los ingredientes para cocinar su festín.
Todo estaba Ok. Solo le faltaba el móvil. Tendría que hacerse con uno. Podría haber recurrido al mercado negro pero ya no había tiempo.
Rebuscó por los cajones y encontró su viejo móvil. Necesitaba una tarjeta de pre-pago. Dio sus datos. No le importaba.
A media tarde ya estaba todo listo para el día siguiente, treinta de mayo del dos mil doce. Ese día se celebraba una fiesta importante en un pueblo a tres paradas de donde él se apeaba. Pillaré un montón de monos que irán a timar y robar a los tontos del pueblo, se regodeó Ezequiel Sanz.
Bajó corriendo al andén en el momento justo que se iba el metro. Le fastidió pero no había más remedio que esperar el siguiente. Su andén estaba vacío y en el de enfrente, decenas de rostros impersonales leían los periódicos gratuitos, jugueteaban con el móvil o iban conectados a la música a través de enormes cascos de colores chillones. Nadie miraba a nadie.
Por fin asomó la luz por el túnel y Ezequiel Sanz entró en la primera unidad, como siempre. Al ser más tarde, cerca de la nueve de la mañana, el coche iba más lleno. No se sentó y colocó su mochila negra entre los pies.
Barrió el metro con la vista. Su altura le permitía ver por encima de muchas de las cabezas. Cuatro moras con sus alimañas. Tres chinos con sus hijos mongólicos, con ojos entre cerrados que parecen ocultar algo. Y un montón de sudaconas de mierda, de culo gordo. Seguro que van a pedir alguna subvención o al hospital a jodernos el presupuesto a los españoles. Extranjeros de mierda. Escoria en su país y señores aquí, atravesó su mente a la velocidad de una centella mientras miraba esa amalgama de seres humanos.
En la siguiente parada se despejó medio vagón y entraron muy pocos, menos mal, todos nacionales, se dijo. Llegaron a la aparada de Jesús y entraron en coche más de veinte negratas. Bien. Con un poco de suerte en la parada del Hospital entran otros tantos monos y ya estará la jaula llena. Estaba pletórico.
Hoy sería el día. Lo llevaba todo en la mochila negra. Se levantó y se sentó al lado de los negros, cerca de la puerta. Intentando controlar las arcadas por su cercanía y aquel hedor, que solo él percibía. Se anunció la siguiente parada; Sant Isidre, su parada, pero vio el andén muchos negros que subirían. Ya iba poner en marcha su plan pero Ezequiel Sanz abortó su primera idea y se arriesgó. Esperaría un poco más. Igual le daba. Paró el tren, subieron los de la blanca dentadura y se unieron al bullicioso grupo que oscurecía el día.
Hablan a grito. Ríen sin consideración. Vuelven a enseñar sus armas de hiena preparados mientras se limpian con esos mugrientos y mierdosos palos sacados de no se sabe dónde. Su ánimo llegó al súmmum.
Abrió su mochila negra, puso el mecanismo en marcha y la cerró. Del suelo recogió un periódico gratuito seguro que lo han tirado estos guarros. En vez de echarlo a la papelera, al suelo. Como en su pueblo. No les importan los demás, se dijo mientras lo recogía y envolvía la mochila en él. La metió debajo del asiento y la tapó con otra página. Se anunció la siguiente parada: València Sud. Y se apeó.

IV

Ya en el andén llamó por teléfono al instituto de secundaria donde era profesor de filosofía. Avisó que se retrasaría un poco, que aguantaran a la gente para la conferencia.
No te preocupes, Ezequiel, avisaré al Jefe de Estudios para que coordine la espera. Gracias por llamar.
A vosotros. No tardo nada —dijo mientras cruzaba el andén y accedía al de dirección Valencia. Al minuto llegó el metro. Se subió en un vagón, no vio cuál. Estaba feliz y contento.
Cuando anunciaron su estación, sacó el teléfono móvil del bolsillo y buscó el número guardado como marcación rápida. Una explosión salvaje rompió el silencio e hizo temblar el suelo. El convoy abrió las puertas y todos bajaron a ver qué pasaba el tráfico se había interrumpido de forma automática.
Con paso decidido y el convencimiento de la misión cumplida, se alejó hacia el instituto, dejando el cementerio a su espalda.

El título de la conferencia era el mismo que dio el cum laude a su doctorado en marzo de este mismo año: “Aportaciones de la inmigración en España durante la última década: la multiculturalidad y la interculturalidad. Beneficios netos”.

Publicado en:
https://lamadrigueradehistorias.wordpress.com/2014/11/05/la-mochila-negra/

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