LA
MOCHILA NEGRA
I
Hoy se levantó temprano y llegó al metro con tiempo. Acababa de pasar y
el andén estaba vacío. En frente, decenas de rostros impersonales leían los
periódicos gratuitos, jugueteaban con el móvil o iban conectados a la música a
través de enormes cascos de colores chillones. Nadie
miraba a nadie.
No
tardó en aparecer el convoy. Tres unidades. Un momento de ruido. Una parada.
Cuatro pitidos y partió a su siguiente punto de destino. El paisaje había
cambiado; los seres inertes eran andantes que se dirigían con prisa hacia la salida. Unos se aborregaban en la escalera mecánica,
otros preferían subir andando. Al poco se serenó el paisaje y volvió a llenarse
de impersonalidades con vida.
Una
oleada de gente invadió su andén, anunciando la llegada del tren pronto. Casi
todos se quedaron cerca del lugar por el que
accedieron. De nuevo el mismo escenario. Parecía un espejo de situaciones.
Nadie miraba a nadie.
Asomó
la luz por la boca del túnel y Ezequiel Sanz se levantó. Se colocó en la zona
destinada a dejar salir antes de entrar. En más de
una ocasión había hecho retroceder al que pretendía entrar antes de dejarle
salir. Su enorme envergadura le permitía estas o otras prerrogativas Odiaba
esas situaciones y las manejaba con puño de hierro.
El
coche vomitó su contenido que, cual residuos y
desperdicios, se fueron por el sumidero a la calle. Agradeció aquel despeje.
Una señora leía un libro en papel, eso sí, con la tapa forrada para que nadie
supiera si era Platón o Cincuenta sombras; un señor dormitaba quizá después de
una mala noche o para espantar las preocupaciones.
Se
sentó alejado de los demás o los demás estaban alejados de él. Eran una decena
de islas en un océano de treinta metros cuadrados. Se acomodó y miró en
derredor. Pasados tres minutos apareció otra estación. Varias personas entraron y fueron ocupando los asientos vacíos
procurando no entrar en contacto con nadie. Cuando alguien no podía evitarlo,
se quedaba de pie. Ezequiel Sanz observaba, se maravillaba de la estupidez
humana y a la vez la odiaba: nos hemos convertido en seres autistas y estúpidos, pensó mientras subía la
mochila negra a sus piernas.
Otra
cosa interesante era la vestimenta. En Valencia, en mayo hace calor, a veces
mucho calor pero las mañanas son “frescas” —trece, quince grados—. Las mujeres se enfrentan a verdaderos dilemas para
acertar con la vestimenta.
—No hace tiempo de tirantes — oyó que le dijo una a la otra.
—Y tampoco para llevar un plumas. Vas a sudar como una cerda
—le contestó y ambas rieron haciendo llegar su alboroto
a Ezequiel Sanz.
El
desfile de moda era entretenido y las variantes, casi infinitas. Desde una
“Rebequita” hasta el plumas de la amiga; desde la falda más o menos larga al
pantalón de pana. En el caso de los hombre era más sencillo; chaqueta sí o
chaqueta no. Y cómo no, los viejos abrigados. Viejos
que no se podían sacar el frío porque les entró en su otra vida y nunca
consiguieron sacárselo de viejos huesos.
Nadie
miraba a nadie. Ni al de al lado, ni al de enfrente. Ni al que entraba, ni al
que salía. Si acaso alguna mirada furtiva al
periódico del compañero, a algún escote o a alguna falda corta o a aquel que
tomaba notas en una libretita negra con un lápiz escolar, encima de su mochila
negra, que se deslizaba sobre hojas color crema y hacían un ruido muy característico, ya casi olvidado por muchos, nervioso y
rápido hasta que se detenía e iba a va la boca de su dueño. Después regresaba y
cogía hasta el final del siguiente pensamiento.
En
la parada del Hospital desaparece el silencio.
Ya está aquí el rebaño de negratas, vendedores de
todo y trabajadores de nada, que van dando voces con su hiriente y discordante
idioma. Ríen como solo ríen los negros: enseñando sus blancos dientes. Nos
avisan que hasta hace poco eran antropófagos. Odio su color, su olor e incluso su presencia. Ahora subirán más en la siguiente
estación y se unirán a ese grupo, comportándose como las bestias que son,
negratas de mierda, Ezequiel Sanz revolvía estas ideas amasadas y endurecidas
por el tiempo.
El
convoy salió a la superficie hiriéndole con la luz
cegadora del día. Su parada era la próxima: Sant Isidre. No buscó la puerta más
cercana, se encaminó a la que estaba al lado de los negros que al verlo llegar
apartaron sus bultos con el pie y siguieron hablando a voces. Ezequiel Sanz pasó por su lado.
—Putos
negros de mierda – le dijo en voz baja a uno
de ellos al pasar—. Ya os
queda
poco.
El
receptor del mensaje se quedó espantado al oír a aquel energúmeno. Ezequiel
Sanz ya se había apeado cuando el del mensaje se lo
dijo a sus compañeros y estos lo buscaron fuera para verlo cuando el tren ya se
alejaba en dirección contraria a la de aquel hombre.
II
Ezequiel Sanz esperaba el
metro para regresar a casa. El sol le daba en la nuca y proyectaba su sombra
sobre la libreta negra de hojas color crema. Otra
vez el color negro. Qué hago yo escribiendo en esta libreta de su color y para
quién y por qué. Y siempre ese color, se enfadó consigo mismo.
El
andén del apeadero estaba casi vacío. Buscó el lugar más alejado de los demás o quizá ellos se habían alejado de él. Se oía el canto de
los gorriones y el lejano transcurrir del tráfico. A su espalda, un jardinero
atusaba el pequeño jardín con flores y columpios que se recortaba sobre la
pared de la ciudad que nunca despierta: el camposanto.
Una
mariposa blanca revoloteó delante de él. En un tiempo lo había considerado un
signo de buena suerte, de una sorpresa. Era una reminiscencia de su niñez, de
cuando todavía creía en la magia de las cosas y en los presagios. Ahora ya lo
sabía: esos hermosos seres provenían de unas
asquerosas orugas convertidas en lepidópteros que revoloteaban para comer,
fornicar y poner huevos que volverían a ser orugas asquerosas. Y solo en
primavera y verano, pensaba mientras espantaba a manotazos alguna que osaba acercarse.
Llegó
el metro y montó. Buscó de nuevo el sitio más alejado. Nadie le miró al pasar.
Un número desconocido de rostros aceitunados miraban sus cosas o a la nada. A
estas horas no hay negratas de mierda, sí algún sudacón muerto de hambre y algunos ruidosos chavales que vienen del colegio de curas
que hay unas paradas antes. Todos con su camisa blanca, su corbatita,
pantalones y su jersey azulito, como maricones que son. ¿Qué harán estos
gilipollas sin chicas en clase, se mirarán unos a los otros?, este pensamiento era
recurrente cuando los veía en el tren. También hay moracos
malolientes. Moros, no hay que decir más, o moras, momias tapadas dejando los
ojos a la vista para que no tropiecen. Por qué no se quedarán en su pueblo
matando legionarios, como hicieron sus padres. A
estos no les tengo manía: solo me dan asco y ganas de vomitar, pensaba mientras les
escupía con la mirada.
Revisó
a los viajeros una horda de salvajes y
animales: sudacones, moracos y algún que otro negrata. En total no son más de quince y además en dos vagones. No vale la pena.
Necesito más, muchos más, se rió entre dientes
Ezequiel Sanz.
I ba escribiendo sobre su
mochila. En ella llevaba todo lo que necesitaba: sus conocimientos y su plan.
Todo escrito en una libretita pero de color rojo.
Todo detallado. Dónde, cómo y solo falta el cuándo. No tardaría mucho, cuatro
flecos y ya estaría a punto.
Cerró
la libreta roja al notar la presencia de la revisora. Estaba pidiendo el
billete a un viajero que leía la prensa el
gilipollas ese del asqueroso negro no se entera,
pensó
de manera automática antes de actuar.
—Eh tú, mono. Dale el billete a la señora— le espetó voz en
cuello.
—Calma señor, iba distraído, no me había visto —intervino la
revisora.
—Seguro que no entiende ni nuestro idioma. ¿Por qué no se irán a su mierda de país?
El
viajero, ajeno a la discusión, levantó la vista y empezó a signar: era sordo. Con voz átona y
ritmo discorde se disculpó en un castellano perfecto.
—Perdón, señora, no oigo— dijo llevándose el dedo a la oreja — No tengo pila en audífono.
Cuando
la revisora llegó a Ezequiel Sanz le dijo en voz baja:
—Tenga cuidado con ese tipo de comentarios, señor.
—Sí. Ya lo sé. Le pido perdón. Ha sido un arrebato.
Había
perdido la contención por un momento. Había quedado en
evidencia y al descubierto. La gente le miraba con asco, con aquella mirada que
él tan bien conocía. Incluso alguno se atrevió a señalarlo mientras contaba lo
ocurrido al extraño de al lado. Pero no le importó. La suerte estaba echada.
Este pequeño altercado solo había precipitado el
clímax. Debería darse prisa y no fallar.
III
Ezequiel Sanz llegó a
casa y puso en marcha el ordenador. Rescató de “Favoritos” de su buscador la
página que tenía archivada. Imprimió la información y repasó los ingredientes
para cocinar su festín.
Todo
estaba Ok. Solo le faltaba el móvil. Tendría que hacerse con uno. Podría haber
recurrido al mercado negro pero ya no había tiempo.
Rebuscó por los cajones y
encontró su viejo móvil. Necesitaba una tarjeta de
pre-pago. Dio sus datos. No le importaba.
A
media tarde ya estaba todo listo para el día siguiente, treinta de mayo del dos
mil doce. Ese día se celebraba una fiesta importante en un pueblo a tres
paradas de donde él se apeaba. Pillaré
un montón de monos que irán a timar y robar a los tontos del pueblo, se regodeó Ezequiel Sanz.
Bajó
corriendo al andén en el momento justo que se iba el metro. Le fastidió pero no
había más remedio que esperar el siguiente. Su andén estaba vacío y en el de enfrente, decenas de rostros impersonales leían
los periódicos gratuitos, jugueteaban con el móvil o iban conectados a la
música a través de enormes cascos de colores chillones. Nadie miraba a nadie.
Por
fin asomó la luz por el túnel y Ezequiel Sanz entró
en la primera unidad, como siempre. Al ser más tarde, cerca de la nueve de la
mañana, el coche iba más lleno. No se sentó y colocó su mochila negra entre los
pies.
Barrió
el metro con la vista. Su altura le permitía ver por encima de muchas de las cabezas. Cuatro
moras con sus alimañas. Tres chinos con sus hijos mongólicos, con ojos entre
cerrados que parecen ocultar algo. Y un montón de sudaconas de mierda, de culo
gordo. Seguro que van a pedir alguna subvención o al hospital a jodernos el presupuesto a los españoles. Extranjeros de
mierda. Escoria en su país y señores aquí, atravesó su mente a la
velocidad de una centella mientras miraba esa amalgama de seres humanos.
En
la siguiente parada se despejó medio vagón y entraron muy pocos, menos mal, todos nacionales, se dijo. Llegaron a la aparada de Jesús y entraron en coche más de veinte negratas.
Bien. Con un poco de suerte en la parada del Hospital entran otros tantos monos
y ya estará la jaula llena. Estaba pletórico.
Hoy
sería el día. Lo llevaba todo en la mochila negra. Se
levantó y se sentó al lado de los negros, cerca de la puerta. Intentando
controlar las arcadas por su cercanía y aquel hedor, que solo él percibía. Se
anunció la siguiente parada; Sant Isidre, su parada, pero vio el andén muchos negros que subirían. Ya iba poner en
marcha su plan pero Ezequiel Sanz abortó su primera idea y se arriesgó.
Esperaría un poco más. Igual le daba. Paró el tren, subieron los de la blanca
dentadura y se unieron al bullicioso grupo que oscurecía
el día.
Hablan a grito. Ríen sin consideración.
Vuelven a enseñar sus armas de hiena preparados mientras se limpian con esos
mugrientos y mierdosos palos sacados de no se sabe dónde.
Su
ánimo llegó al súmmum.
Abrió su mochila negra, puso el mecanismo en marcha y la cerró.
Del suelo recogió un periódico gratuito seguro
que lo han tirado estos guarros. En vez de echarlo a la papelera, al suelo.
Como en su pueblo. No les importan los demás, se dijo mientras lo
recogía y envolvía la mochila en él. La metió debajo
del asiento y la tapó con otra página. Se anunció la siguiente parada: València
Sud. Y se apeó.
IV
Ya en el andén llamó por
teléfono al instituto de secundaria donde era profesor de filosofía. Avisó que
se retrasaría un poco, que aguantaran a la gente para
la conferencia.
—No te preocupes, Ezequiel, avisaré al Jefe de Estudios para
que coordine la espera. Gracias por llamar.
—A vosotros. No tardo nada —dijo mientras cruzaba el andén y
accedía al de dirección Valencia. Al minuto llegó el
metro. Se subió en un vagón, no vio cuál. Estaba feliz y contento.
Cuando
anunciaron su estación, sacó el teléfono móvil del bolsillo y buscó el número
guardado como marcación rápida. Una explosión salvaje rompió el silencio e hizo temblar el suelo. El convoy abrió las puertas y todos
bajaron a ver qué pasaba el tráfico se había interrumpido de forma automática.
Con
paso decidido y el convencimiento de la misión cumplida, se alejó hacia el
instituto, dejando el cementerio a su espalda.
El
título de la conferencia era el mismo que dio el cum laude a su doctorado en marzo de este mismo año: “Aportaciones
de la inmigración en España durante la última década: la multiculturalidad y la
interculturalidad. Beneficios netos”.
Publicado en:
https://lamadrigueradehistorias.wordpress.com/2014/11/05/la-mochila-negra/
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