Cierto día, uno de los habitantes de aquel idílico espacio, encontró un hueco por el que entró y se halló en un lugar diferente. La gente trabajaba los campos, sudaba y reía. Eran felices. Había flores de olores profundos, de colores brillantes. Encontró un objeto que desconocía, de aroma delicioso, dulce y recubierto de una extraña pelusa que le acariciaba. Se lo llevó a la boca. No recordaba haber probado nunca algo tan extraordinario. El jugo se escurrió por la comisura de los labios. Se lo limpió con la manga de su chaqueta gris dejando una marca que perfumaba la prenda después de haber acabado con aquella ambrosía.
Volvió a su mundo. A la mañana siguiente contó a sus compañeros lo que había visto, oído, saboreado y vivido. Les habló de aquel sitio desconocido lleno de estímulos, feliz y luminoso. Sus compañeros avisaron a los jefes que lo pusieron en conocimiento de El Solo Hombre. No volvieron a saber de él.